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miércoles, 29 de enero de 2014

Ámbar y Ónix


Sus ojos negros la atraparon. Era como si de repente hubiera dejado de estar en aquella habitación y se hubiera visto transportada a un lugar onírico, inexistente, rodeada de negro, un pozo sin fondo, profundo y asfixiante. Notó el peso en el pecho, como si acabaran de descargar contra ella un golpe o como si estuvieran presionándola contra algo. Sintió que se asfixiaba incapaz de apartar sus orbes de flácido ámbar de aquel imponente ónix.  La enorme sala vacía, tenuemente iluminada por unas lámparas de luz verdosa le daban a su rostro un toque inquietante, casi daba miedo. Tragó saliva y sin poder evitarlo dio un paso atrás. Contempló la posibilidad de llegar a la puerta situada tras la figura del hombre, pero él estaba más cerca y tenía las piernas más largas, por lo que también era más rápido. Él contestó dando un par de pasos hacia adelante y ella se abrió hacia la derecha.

— ¿No tienes nada que decirme?—quizá si su voz no hubiera sonado tan calmada le hubiera asustado menos.  Siguió bordeando la sala, ahora la puerta quedaba a su derecha pero él seguía estando en ventaja. Debía seguir moviéndose hacia la puerta sin que él sospechara nada. Siguió girando hasta que la puerta quedó a su espalda. Aún no había abierto la boca para responderle y los músculos de él se contraían bajo la camiseta de tirantes de algodón negro— Ámbar —pronunció su nombre en un siseo, lento, pausado, suave, pero bien sabía la carga amenazante que llevaba. Tragó saliva, otra vez. Reculó de nuevo, un poco más. No podía girar la cabeza para comprobar lo lejos que le quedaba la puerta. El gruñido salió de la base de la garganta del hombre como un ronquido gutural, casi animal. La alarma se disparó en los ojos de Ámbar y no pudo evitarlo, se giró para comprobar la distancia que la separaba de la puerta y supo que no podía volver a girarse o la atraparía sin remedio. Echó a correr pero estaba demasiado lejos aún como para salir al pasillo sin que él la interceptara antes. Estaba a punto de alcanzar el pomo de la puerta cuando la mano del hombre apareció justo por encima de su cabeza para posarse en la superficie de madera evitando que pudiera abrir. Intentó regular su respiración, intentó que sonara calmada, pero su pecho subía y bajaba delatando su estado nervioso. Notaba el cuerpo del hombre tras en suyo, demasiado cerca. Un sudor frío le recorrió la nuca y jadeó cuando notó los dedos sobre su brazo. Fríos y largos. Apresaron su piel desnuda y la arrastraron al fondo de la habitación, tan lejos de la puerta que la idea de volver a salir corriendo quedó descartada al instante. Sintió ganas de vomitar y volvió a tragar saliva en un intento de llevarse con ella el sabor amargo de la boca y el nudo de la garganta. Todo se fue hacia abajo, provocando un dolor incómodo en la boca del estómago— ¿Por qué no me lo habías dicho? —el murmullo entre dientes sonó casi rabioso. Ámbar se encogió de hombros y negó. Una forma muda de decir “no lo sé, no le di importancia”. Un nuevo gruñido emanó de la garganta del hombre que la soltó, pero no se alejó de ella. Mantuvo la misma distancia.

Se atrevió a alzar la vista. El ámbar encontró al ónix y creyó que volvería a absorberla, pero la mirada que él le devolvía le hirió tanto que, aquella vez, no sintió como se la tragaba, si no como la escupía. Sintió que la repelía como se repelen los polos idénticos de un imán y le dolió. No supo que le dolía más, en realidad, si la mirada que le devolvía él o el sentimiento de repulsión que crecía entre ellos. Le devolvía una de esas miradas con la que la miraban todos los adultos. Una mirada cargada de pena, la lástima característica de quien mira a alguien creyendo que no lo conseguirá, que fracasará… Odiaba aquellas miradas porque era como si todos estuvieran pensando que no era una rival digna.

— ¿Qué diablos pensaste que hacías? —exigió.

— Solo intentaba…

— ¿Demostrar que valías? Nos ha quedado muy claro. —espetó, y ya no la miraba con lástima, si no con decepción. Volvió a hacerla sentir pequeña, como antes de saltar del edificio. No lo entendía. Todos la habían vitoreado, todas las miradas lastimeras que la juzgaban como a una fracasada habían desaparecido para empezar a mirarla como una verdadera valiente. Y en cambio él… Frunció el ceño.

— Sí. A todos les ha quedado claro. No soy una fracasada, no soy débil y no estoy indefensa. Nadie volverá a mirarme con lástima. Soy fuerte. Ámbar sólido y no flácido. Soy igual de dura que el ónix. —clavó sus ojos en los de él y, pese a su convicción al decir las palabras, tuvo que girarse, airada, porque no era dura como el ónix, y sus ojos se lo recordaban. Pero tenía otras aptitudes igual de buenas, no necesitaba ser dura.