Sus ojos negros la atraparon. Era
como si de repente hubiera dejado de estar en aquella habitación y se hubiera
visto transportada a un lugar onírico, inexistente, rodeada de negro, un pozo
sin fondo, profundo y asfixiante. Notó el peso en el pecho, como si acabaran de
descargar contra ella un golpe o como si estuvieran presionándola contra algo.
Sintió que se asfixiaba incapaz de apartar sus orbes de flácido ámbar de aquel
imponente ónix. La enorme sala vacía,
tenuemente iluminada por unas lámparas de luz verdosa le daban a su rostro un
toque inquietante, casi daba miedo. Tragó saliva y sin poder evitarlo dio un
paso atrás. Contempló la posibilidad de llegar a la puerta situada tras la
figura del hombre, pero él estaba más cerca y tenía las piernas más largas, por
lo que también era más rápido. Él contestó dando un par de pasos hacia adelante
y ella se abrió hacia la derecha.
— ¿No tienes nada que
decirme?—quizá si su voz no hubiera sonado tan calmada le hubiera asustado
menos. Siguió bordeando la sala, ahora
la puerta quedaba a su derecha pero él seguía estando en ventaja. Debía seguir
moviéndose hacia la puerta sin que él sospechara nada. Siguió girando hasta que
la puerta quedó a su espalda. Aún no había abierto la boca para responderle y
los músculos de él se contraían bajo la camiseta de tirantes de algodón negro— Ámbar
—pronunció su nombre en un siseo, lento, pausado, suave, pero bien sabía la
carga amenazante que llevaba. Tragó saliva, otra vez. Reculó de nuevo, un poco
más. No podía girar la cabeza para comprobar lo lejos que le quedaba la puerta.
El gruñido salió de la base de la garganta del hombre como un ronquido gutural,
casi animal. La alarma se disparó en los ojos de Ámbar y no pudo evitarlo, se
giró para comprobar la distancia que la separaba de la puerta y supo que no
podía volver a girarse o la atraparía sin remedio. Echó a correr pero estaba
demasiado lejos aún como para salir al pasillo sin que él la interceptara
antes. Estaba a punto de alcanzar el pomo de la puerta cuando la mano del
hombre apareció justo por encima de su cabeza para posarse en la superficie de
madera evitando que pudiera abrir. Intentó regular su respiración, intentó que
sonara calmada, pero su pecho subía y bajaba delatando su estado nervioso.
Notaba el cuerpo del hombre tras en suyo, demasiado cerca. Un sudor frío le
recorrió la nuca y jadeó cuando notó los dedos sobre su brazo. Fríos y largos.
Apresaron su piel desnuda y la arrastraron al fondo de la habitación, tan lejos
de la puerta que la idea de volver a salir corriendo quedó descartada al
instante. Sintió ganas de vomitar y volvió a tragar saliva en un intento de
llevarse con ella el sabor amargo de la boca y el nudo de la garganta. Todo se
fue hacia abajo, provocando un dolor incómodo en la boca del estómago— ¿Por qué
no me lo habías dicho? —el murmullo entre dientes sonó casi rabioso. Ámbar se
encogió de hombros y negó. Una forma muda de decir “no lo sé, no le di
importancia”. Un nuevo gruñido emanó de la garganta del hombre que la soltó,
pero no se alejó de ella. Mantuvo la misma distancia.
Se atrevió a alzar la vista. El
ámbar encontró al ónix y creyó que volvería a absorberla, pero la mirada que él
le devolvía le hirió tanto que, aquella vez, no sintió como se la tragaba, si
no como la escupía. Sintió que la repelía como se repelen los polos idénticos
de un imán y le dolió. No supo que le dolía más, en realidad, si la mirada que
le devolvía él o el sentimiento de repulsión que crecía entre ellos. Le
devolvía una de esas miradas con la que la miraban todos los adultos. Una
mirada cargada de pena, la lástima característica de quien mira a alguien
creyendo que no lo conseguirá, que fracasará… Odiaba aquellas miradas porque
era como si todos estuvieran pensando que no era una rival digna.
— ¿Qué diablos pensaste que
hacías? —exigió.
— Solo intentaba…
— ¿Demostrar que valías? Nos ha
quedado muy claro. —espetó, y ya no la miraba con lástima, si no con decepción.
Volvió a hacerla sentir pequeña, como antes de saltar del edificio. No lo
entendía. Todos la habían vitoreado, todas las miradas lastimeras que la
juzgaban como a una fracasada habían desaparecido para empezar a mirarla como
una verdadera valiente. Y en cambio él… Frunció el ceño.
— Sí. A todos les ha quedado
claro. No soy una fracasada, no soy débil y no estoy indefensa. Nadie volverá a
mirarme con lástima. Soy fuerte. Ámbar sólido y no flácido. Soy igual de dura
que el ónix. —clavó sus ojos en los de él y, pese a su convicción al decir las
palabras, tuvo que girarse, airada, porque no era dura como el ónix, y sus ojos
se lo recordaban. Pero tenía otras aptitudes igual de buenas, no necesitaba ser
dura.